Para el que tiene buen olfato, el culo siempre queda demasiado arriba. Siento la nariz saturada hasta el punto de casi estar insensible al hedor de la conspiración. Ni siquiera los aireados pasillos que flanquean el hemiciclo de la Asamblea logran despejar el aletazo fétido de la traición. El estancamiento de nuestras esperanzas como país se puede otear en el ambiente bajo el olor del plomo y lacrimógenas. No tengo certezas, pero sí corazonadas. También tengo “gente”. Desde adentro y desde afuera, mucho periodista, mucho político, mucho intelectual, mucho amigo, comenta escondido tras el trago, lo que siente, piensa y a veces hasta lo que sabe, y a diferencia de tanto articulado comentarista de los medios, lejos de decir lo que dicen todos –no sin antes hacer un recuento histórico, como si repasar la cagada que pusimos nos fuera a exorcizar del fantasma que nos tiene presos–, dicen otra cosa. Lo que dicen, lo dicen encapillados, porque es lo que casi nadie se atreve a decir. Lo mismo que yo creo sentir y saber: Nos vendieron.
Entonces su dolor y el de la familia venezolana se ha hecho susceptible de regateos de mercado y de las rebatiñas desprolijas de los bachaqueros de la miseria humana, que en este caso son sus propios representantes electos. Mientras familias enteras pasan hambre, niños mueren en los hospitales y padres de familia son asesinados a sangre fría por ejercer su legítimo derecho a la protesta pacífica, la agenda que se está empujando no es la sacar al presidente y tomar el poder de manera inmediata para implementar los dolorosos correctivos necesarios para superar la crisis. La verdad es que nadie quiere tomar las riendas del caballito brioso que de tanto dar, terminó por reventarse. Nadie quiera sentarse en el cojín apestado con los gases corpóreos del mórbido obeso en la silla de Miraflores. Nadie quiere tomar este perol viejo para tratar de hacerlo volver a funcionar. Al menos no “por ahora”. Por ahora es mejor tomar opciones blandas, half measures y correr la arruga. Para asegurarse quién sabe que dádivas contractuales. Quién sabe que causas legales remendadas. Quién sabe que cambures manipulados por los genetistas de la política nacional. Así, ante la vista apacible de los lagos artificiales –o de la cancha de Polo–, bajo cocoteros como los nuestros –pero extranjeros– entre aromáticos vinos de cosechas inaccesibles, los rones más amaderados del Caribe y whiskys de añadas ancestrales, las cabezas de los venezolanos se sirven en bandejas plateadas para ser disfrutadas como exóticos condumios.
Usted y yo somos mercancía ya negociada y llevamos en la frente un numerito que indica, entre otras cosas, la fecha en que caducaremos, ya sea por enfermedad –que no podremos tratar–, hambre –que no se saciará–, tiro, puñalada o arresto cardíaco producto de alguna arrechera mal administrada. También corremos el riesgo de caducar como ciudadanos de nuestra nación, y tengamos que sufrir las indignidades del exilio forzado y los desamores de pelar bola lejos de tus amigos y familiares como cualquier fugee. No quiero ni empezar con las ciertas posibilidades de una secesión que acabe con el país tal y como lo conocemos.
Este es mi parecer y es lo que me dice la cabeza –también el corazón–. Una cosa. No deje de actuar en pro del objetivo, porque es sano y las cosas, en la vida –y en la política–, cambian todos los días. Vaya y confirme su firma, pero vaya a sabiendas de que, por lo pronto, lo que va a hacer es validar la entrada de Aristóbulo a la historia republicana –de una república perdida–.
Espero, luego de este ejercicio expiatorio, los comentarios sobre “cuanto daño estoy haciendo al decir esto”, pero –y esto lo escuché por ahí y se me quedó pegado como un chicle– pienso que el que crea que la ciudadanía es demasiado inmadura para enfrentar la verdad, es demasiado inmaduro para asumir la política. La verdad siempre te hará libre. Me rehúso a permitir que otros negocien con lo que es mío y aunque ya esté facturado, aún me siento libre.
¿Tú qué?
Cesar Oropeza
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